sábado, 15 de enero de 2011

Los reyes de la resiliencia



Me ha costado ponerle un título adecuado a esta entrada, al igual que me costó decidirme a colaborar activamente con la protección de los animales. Varias fueron las razones que me retenían, entre ellas: desconfianza, falta de organización, mala gestión de prioridades, prejucios... pero hice examen de conciencia, me armé de valor y allá fui, sin realmente saber a lo que iba. Ahora sé que, como sospechaba, recibo mucho más de lo que doy.


Mi trabajo es muy simple pero a la vez increíblemente bonito. Se trata de, un día en semana, ir a la asociación y pasar un rato jugando o interactuando con uno de los animales ahí recogidos. Tras pasar revista a todos los inquilinos, me preguntaron cuál era mi escogido. Mi respuesta fue fácil: el más desgraciado. Vaya, pues hay para elegir, me dijeron.

Un centro de acogida de animales es el muestrario de las víctimas la bajeza humana, del incumplimento del deber más básico de las personas que cuenten con los más mínimos valores, del ejercicio (otra vez citando a Punset) del "poder abyecto". Hay animales abandonados en las carreteras, maltratados, hambrientos; otros rescatados de las manos de individuos con el "síndrome de Noé"; galgos que encontraron ahorcados aún con vida; otros vagando por el campo, saquitos de huesos; perros utilizados para peleas, que muestran las heridas de gladiador forzado... No creo en el cielo y el infierno, pero prefieron pensar que sí que existe un infierno para los que les hicieron esto. O que aquello de que el mal que haces se vuelve contra tí sea cierto.

Mi "apadrinada" es una perrita pequeña, abandonada en la calle y que acabó viviendo en una tubería, donde parió su camada. Los cachorros desaparecieron, pero a ella la encontaron recién parida, desnutrida, con incontinencia y con una pata inutilizada.

El día que nos hicimos amigas hacía un frío tan intenso que yo temblaba, pero ella no, solo desconfiaba de mí. Poco a poco se dejó acariciar. Vivía sola en una caseta, porque aún no estaba lista para tener "room mates". Tras ese día vinieron las vacaciones de Navidad y estuve un par de semanas sin verla, pero pensé mucho en ella y temí que, a mi vuelta, me dieran la noticia de que no había celebrado el año nuevo. Pero no fue así. Al siguiente día de voluntarios, fui a verla y allí estaba, visiblemente mejorada y compartiendo caseta con dos galgos. Hoy hemos vuelto a vernos y ha sido un día estupendo de sol. Me ha salido a recibir con su rabito a toda pastilla, con su pata ya operada y en vías de reconstrucción, la incontinencia bastante más controlada. Tiene la nariz rosa, los ojos color miel y un caracter vacilón que engancha. Pronto podrá salir a jugar al terreno de recreo y espero que en un futuro no muy lejano esté lista para adopción y encuentre casa.

Ellos son los reyes de ese término de moda que se llama "resiliencia", de renacer de sus cenizas y dar la vuelta a la situación. Cuando la única salida es hacia delante, hay que apretar los dientes y acordarse del famoso "be water, my friend".

Por cada hijo de Satanás que hace daño, hay cien personas que valen la pena y lo demuestran, pero hay que ver como se las apaña el dañino para desbaratar la vida del prójimo. Ya en una entrada anterior hice referencia al texto de la Declaración Universal de los Derechos del Animal, que, de manera contundente, en uno de los puntos de su preámbulo reza: "el respeto hacia los animales por el hombre está ligado al respeto de los hombres entre sí mismos". Ainsi soit-il.




jueves, 6 de enero de 2011

For your eyes only

Creo que he descubierto la razón por la que jamás conseguiremos ponernos todos de acuerdo. Y no es porque tengamos distintos intereses, diferente educación o ideologías dispares. Es mucho más simple que eso y la diferencia de puntos de vista reside ahí mismo, en el sentido de la vista. Me he dado cuenta leyendo (ahí vuelvo a mi teoría del "viajar y leer") a Eduard Punset, en su libro "Viaje a las Emociones".
La manera en que funciona la visión se explica así, según la escritora estadounidense Andrea Rock: "Cuando estamos despiertos, los puntos desordenados que representan la actividad eléctrica generada por la retina, golpeada por fotones, se proyectan a una repetidora ubicada en el tálamo que, a su vez, los retransmite al córtex visual primario. A continuación, las señales se dirigen a distintos sistemas neuronales especializados en tareas tan dispares como el reconocimiento facial, la articulación de movimientos o de colores. Finalmente, toda esa información fluye hasta la parte más elevada del sistema visual, llamado córtex asociativo, que almacena la memoria, dirige los aspectos más abstractos del proceso visual y recompone la imagen que vemos".
Toma ya. Ni más ni menos. Si todo este proceso complicadísimo y que implica la intervención de un montón de elementos pertenecientes a tejidos blandos que en cada persona tendrán sus singularidades, ¿cómo podemos pretender que todos vemos lo mismo?. Y si luego, una vez visto lo que haya que ver, tienen lugar procesos igual o más complicados que este para que cada uno interprete lo que ha visto y llegue a sus conclusiones particulares, ¿cuántos de nosotros llegaremos a conclusiones similares?.
Mucho me temo que, por mucho que lo intentemos, jamás vamos a llegar a entendernos y aún menos a comprendernos, especialmente si la tan traída y llevada inteligencia emocional y la empatía, que parecía que por fin iban a hacer de la humanidad una especie medianamente soportable, son valores a la baja.
Por cierto, también leyendo me he enterado de que los rasgos faciales tan peculiares que tiene este escritor/abogado/economista/científico/político/personaje mediático se deben a que tiene antepasados mongoles. Lo supo cuando, al nacer una de sus hijas, tenía una marca en la piel que solo viene de oriundos de Mongolia. Curioso, eh?.